Por Juan de Jesús Acevedo Peinado
Si hay algo que compartimos en esta vida es que todos somos hijos y desde pequeños se nos inculca la importancia de honrar a padre y a madre, pero sin reconocer el por qué debemos hacerlo. El respeto a aquellos que nos dieron la vida parece algo tan básico que no miramos el trasfondo de este gran mandato.
El Señor le regala a Moisés esta ley para que sea transmitida de generación en generación y así entonces podemos leer en Éxodo 20, 12: “Honra a tu padre y a tu madre, para que tengas una larga vida en la tierra que el Señor, tu Dios, te da”. En todo lo que hagamos debemos mantener siempre presente el respetar y amar a nuestros padres, ya que a medida que se va teniendo cierta independencia, nos vamos olvidando de la autoridad que ellos tienen y de nuestro deber como hijos. Creemos que no es necesario contar con su palabra o sus consejos y es triste que este tipo de situaciones vayan ganando tanto terreno, hasta ver adultos mayores abandonados y sin el cariño de su familia.
Cuando todo nuestro trabajo y nuestras actividades son agradables a Dios, y llevamos guardado en el corazón cada uno de sus mandamientos de amor, la vida se llena de paz y de alegría. Y esta alegría que viene de Dios se mantiene siempre intacta.
La Sagrada Familia de Nazaret siempre será nuestro mejor ejemplo. Jesús inició su vida pública luego de haber vivido toda su infancia y adolescencia bajo el cuidado de San José y la Virgen María, en completa obediencia a ellos, en el reconocimiento de que su formación y enseñanzas era para su bien; y si bien no conocemos muchos detalles de lo que fueron estos años, sabemos que esta relación de padres e hijos se basó en el respeto y en el amor.
La familia es un regalo, un don de Dios y verdaderamente es de gran bendición contar con la presencia de nuestros padres como guías. Son muchos los casos en los que no podemos disfrutar de la compañía cercana de ambos padres por diversas situaciones, pero el Señor no se deja ganar en generosidad y nos premia con otras figuras de amor paterno y materno, que nos apoyan y acompañan, como los abuelos, hermanos o tíos, incluso los líderes de comunidad y sacerdotes se vuelven referentes de padres a quienes también debemos respetar. El mismo Dios nos llama hijos y nos acoge con ternura (1 Juan 3,1) y no siendo poco antes de morir en la Cruz nos regaló a la siempre hermosa, María como nuestra madre celestial (Juan 19,27) para también llevarla a nuestra casa y respetarla, dándole el valor que merece.
No estamos solos y contamos siempre con la figura de padres en nuestras vidas, para escuchar la sabiduría de sus consejos producto de la experiencia y su formación, pero debemos siempre reconocer y recordar nuestra responsabilidad como hijos de honrarlos.
El Señor en su palabra nos deja este mandamiento acompañado de una promesa, y es el primer mandamiento que tiene una (Efesios 6, 2-3): “Honra a tu padre y a tu madre, para que seas feliz y vivas una larga vida en la tierra.” Siendo así, hay más que razones y motivos para vivir a plenitud este llamado, la promesa de una larga vida de bendición de la mano del Señor, mostrando completa admiración y consideración por aquellos que nos han enseñado a amar.
Honrando a nuestros Padres, con actos de amor, podemos experimentar lo que Santa Teresita del Niño Jesús llamaba “vivir el cielo aquí en la tierra”. En ese sentido, muy seguramente cuando tomemos la decisión de optar por una decisión vocacional en nuestra vida, el Señor nos bendecirá también. No olvidemos que, si es la voluntad del Señor, hoy somos hijos y mañana seremos Padres.
Honrar a padre y madre, es amarlos y respetarlos, es darnos cuenta de lo que siempre será bueno y que estará para una eternidad.