Por @vicentehuertasola

«Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo». Jn 6, 51-58.

En el capítulo 6 del Evangelio de San Juan, Jesús nos hace una promesa increíble, algo que ningún otro hombre podría prometer, algo impensable si no viniera de Dios: la salvación de la muerte eterna.

Son palabras tomadas del llamado “discurso eucarístico”, que muchos no entendieron porque les parecía demasiado fuerte, pero es fundamental entender una cosa: la vida de la que nos habla es “su propia vida”, una vida plena que no tiene fin y que colma todas nuestras aspiraciones. Es la vida del Cielo.

«La sagrada eucaristía es fuente y cumbre de nuestra vida en Cristo» dice el último concilio. Cada palabra de esta frase tiene un peso importante. Lo primero que aparece es: fuente. También al Espíritu Santo se le llama fons, vida que brota. No se recibe ni transmite sino que brota. La vida cristiana no es solo una determinada manera de dar forma a la existencia, sino que significa la vida de Cristo en mí. “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Juan 14) dice el Señor. No hay más vida verdadera que la recibida de Dios. Vida es todo lo que podemos desear.

La fuente de la vida de Cristo en mí es la Eucaristía. De ello se desprende el concepto de culmen, porque no hay otra situación, ningún otro momento de nuestra existencia en el que estemos tan unidos interiormente con Cristo como en la sagrada Comunión. Podemos sentirlo o no, podemos estar concentrados o no, pero el hecho principal es que Cristo se une conmigo de una forma no solo espiritual, sino con toda su humanidad, que también implica lo corpóreo. La verdadera comunión (unión en el amor) es nuestra gran aspiración, y esa aspiración no puede verse frustrada por la muerte.

El problema es que no vemos a Jesús. Está escondido en la Hostia. Estamos ante un símil del juego del escondite, que parece el juego favorito de Dios: se esconde y sin embargo está en todas partes, actúa en todas partes. Sin Él nada podría existir ni vivir. Pero Él es el invisible. Sin Dios no habría una sola brizna de hierba sobre la tierra. ¡Qué oculto está ese Dios!

Isaías ya lo decía: Vere tu es Deus absconditus! «Verdaderamente, Tú eres un Dios escondido». Un día salió de su escondite, se hizo hombre en Jesucristo, como Dios y Hombre verdadero. Pero también ahí estaba escondida la divinidad. Se apareció, permaneciendo escondido. Él estaba allí, como escribe san Juan: «Lo vimos y tocamos con nuestras manos» (1 Jn 1), y sin embargo se mantuvo oculto, de modo que fue tomado por hombre y por criminal, condenado y asesinado.

Pero sigue jugando al ‘escondite’. El último juego es la Eucaristía. Santo Tomás de Aquino lo resume con estas palabras: Adoro te devote! …in cruce latebat sola Deitas. En la Cruz se escondía sólo la divinidad… ¡Qué oculta estaba la divinidad en la cruz! Pero en la Eucaristía no solo está escondida la divinidad, sino también su humanidad: latet simul et humanitas.

El ocultamiento más profundo es al mismo tiempo la presencia más maravillosa, siempre por amor a nosotros. Porque Él se quedó ahí, en la sagrada eucaristía. Se quedó por dos motivos: en primer lugar, ese descendit de caelis, la Encarnación, no es el último abismo. El alma de Jesús es más bien la más bella creación de Dios. Ese descenso del cielo no acaba en la tumba, sino en la resurrección y en la eucaristía.

Porque en el pan transfigurado está también Él en cuerpo humano, en la eucaristía es un pedazo de materia, una cosa: ¡se ha hecho cosa!, solía decir san Josemaría. El descenso más profundo del Señor es la eucaristía. Es un regalo para nosotros los hombres y para nuestra salvación bajó del Cielo, y para enseñarnos el camino del Cielo. Gracias Jesús.