Por Lorena Rodríguez, @lorerodriguez22
Estamos próximos a celebrar la solemnidad de la Natividad del Señor, y hemos terminado este tiempo de Adviento que ha sido un camino de preparación en el amor para estar en disposición de recibir al pequeño niño Jesús. Nos viene la luz y la paz, y el ambiente es más festivo, lleno de esperanza, ilusión y alegría, y también nuestro cuerpo expresa todo ese gozo por el nacimiento de Jesús con cada sonrisa, con cada mirada o abrazo. Si bien siempre se nos habla de tener un corazón humilde y con pobreza de espíritu para recibir al Emmanuel, estar listos también es preparar nuestro cuerpo pues al final ese es el gran misterio que contemplamos: que el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros (Jn 1.14)
Te preguntarás, qué tiene que ver nuestro cuerpo con la Encarnación de Jesús, qué relación puede tener nuestra Afectividad y Sexualidad con la navidad, y más aún, cómo entonces preparamos nuestro cuerpo para esta solemnidad, y la respuesta es que todo tiene una profunda conexión.
Así que para colocarnos en contexto, creemos en la divina comunión de la Santísima Trinidad: Dios Padre y Creador, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, tres personas y un mismo Dios. En la Segunda Persona de la Trinidad encontramos a Jesús, y desde el principio, la Palabra existía, estaba con Dios y era Dios (Jn 1,1). Y sí, Jesús, es la Palabra, el Verbo. Dios Padre lo envió al mundo para que hecho Hombre, por medio de su Santo Espíritu, encarnado en el vientre de María, naciese en aquel humilde portal de Belén para darnos la salvación. Jesús se encarnó, se hizo como uno de nosotros para que contemplando su humanidad, creyéramos en su divinidad y así, pudiéramos conocer al Padre. Jesús quiso tener un cuerpo humano, frágil y necesitado de cuidados y protección para así hacerse próximo, para que entendiéramos que nuestro cuerpo es valioso e importante.
El cuerpo humano es el vehículo escogido por Dios para transmitir su palabra. Y es que si lo pensamos, usamos las palabras para comunicarnos, para expresarnos, para escribir algo. Entonces, ¿qué significa que la Palabra, el Verbo, se haya hecho carne, y que quiera habitar en nuestro interior?. Dios se hizo carne para comunicar el significado último de nuestras vidas, para que pudiéramos entender quién es Él, quiénes somos nosotros y así dimensionar el propósito para el cual fuimos creados.
Parece incluso escandaloso pensar en un Dios como hombre, que creció en un sencillo hogar, que abrazó, que habló, que escribió, que amó. Que bajo el cuidado y la educación de la virgen María creció, y aprendiendo de San José, trabajó. Jesús quiso tener un cuerpo, y con todas sus debilidades, experimentó la tentación pero permaneció tan unido al Padre que tuvo siempre su mirada en cumplir la Palabra hecha vida en Él, haciendo la voluntad divina. Esto llevándolo a su máxima expresión de amor, una expresión evidenciada en su cuerpo, en sus llagas, en cada golpe, en cada herida, aceptando una muerte de cruz, derramando hasta su última gota de sangre por nuestra salvación. Y como si aún fuera poco, conociendo nuestras necesidades, el hambre y la sed, que nuestro cuerpo necesitaba un alimento, no solo nos quedó su evangelio y su palabra, sino que se quiso quedar para siempre con nosotros para hacer de nuestro corazón no solo su pesebre sino su morada. Por eso en cada Eucaristía, es su cuerpo que se entrega (Lc 22, 19), y es su preciosa sangre la que recibimos para renovar nuestra alianza y ser uno con Él.
Cuando recibimos el cuerpo de Cristo, que es donación, estamos contemplando al mismo pequeño de Belén, al Cristo del Madero y también en la Eucaristía, y cuánto nos enseña Jesús en ese sacrificio de amor. De ahí que este bendito misterio nos revela tanto sobre nuestra afectividad y sexualidad, que es algo que no podemos omitir. La afectividad nos lleva a sentir amor, y ese amor lo expresamos con nuestro cuerpo en una sana sexualidad; y esto lo aprendemos y vivimos cuando tenemos una profunda intimidad con Cristo. Y tal vez el término sexualidad e intimidad no sea tan fácil de digerir en este plano, y así mismo muchas veces cuesta sentir la presencia de Dios en nuestras vidas porque aún ignoramos que no solo es un Dios Espíritu, sino que tiene un cuerpo que nació del vientre de una mujer, como uno de nosotros. Es decir que esa intimidad de la que hablamos se materializa al verle en la Eucaristía, al recibirle y unirnos con Él, para que creamos y permanezcamos en comunión de amor. Ya nos decía San Juan Pablo II: “En efecto, el cuerpo, y sólo él, es capaz de hacer visible lo que es invisible: lo espiritual y lo divino. Ha sido creado para transferir a la realidad visible del mundo el misterio escondido desde la eternidad en Dios, y ser así su signo”*. Cada cuerpo revela a Dios, y en la diversidad de cuerpos, Dios se hace visible. Con nuestra lógica humana, es complejo de comprender y necesitamos pedir la gracia de tener ojos espirituales, para que sea el mismo Jesús sanando nuestra ceguera para poder reconocer y respetar en el otro su dignidad, y ver que su cuerpo es reflejo de Dios. Un cuerpo que en la conexión de las almas, en una relación de noviazgo o matrimonio, así como al pequeño niño Jesús, exige cuidados, protección, amor y entrega.
Cuando vemos la escena del nacimiento en aquel pesebre, en ese pequeño niño, es inevitable no sentir ternura, deseos de mirarle, de detallar su maravillosa creación y abrazarle cerca a nuestro corazón. Imaginemos a Santa María y San José, escogidos para salvaguardar el cuerpo divino del Señor, para alimentarle, cuidarle, vestirle y protegerle. Así mismo nosotros, cuando vemos un pequeño recién nacido, queremos evitarle todo sufrimiento, todo llanto y le colocamos toda nuestra atención a sus necesidades.
Hoy en día cuando la sociedad ha caído en ver al cuerpo humano como algo terrenal, meramente biológico, sin ninguna trascendencia, que puede ser manipulado y el cual cede a cualquier capricho y le alimentamos con cualquier tipo de placer; es más difícil hacer esta conexión de todo lo que realmente Jesús nos enseña con su cuerpo en su nacimiento, y como éste es una manifestación divina del plan de Dios. Volviendo entonces a la escena de Belén, no podemos olvidar los cuidados, el calor que es protección, no podemos ser fríos, indiferentes al dolor ajeno y/o caer en ver al cuerpo como objeto de uso, que desechamos y no respetamos. No perdamos la capacidad de sentir y expresar amor, ternura o atención con las personas que tenemos a nuestro alrededor.
Ahora bien, nos queda una pregunta más: ¿cómo preparamos nuestro cuerpo para recibir a Jesús?. Y esta preparación no se trata de salir a comprar ropa o zapatos para estrenar, sino en vestir al que no tiene que usar, en abrigar al que frío siente en las noches. Preparar nuestro cuerpo, no es alimentarlo con exclusivas cenas o deleitarnos con exquisitos manjares, sino darle pan al que no tiene que comer, darle agua al que no tiene que beber. Preparar nuestro cuerpo no es exhibirnos en redes sociales con falsas sonrisas, sino regalarle nuestro cuerpo, nuestra presencia a nuestra familia, dar un profundo abrazo que conecte a las almas y las acerque a Dios. Preparar nuestro cuerpo para recibir a Jesús es acercarnos al sacramento de la reconciliación para nuevamente revestirnos con su gracia y así, unirnos en plenitud de amor en la Eucaristía.
Si la sociedad dice que el cuerpo es insignificante, si la sociedad desconoce este misterio, hoy nuestra fe nos recuerda con la navidad que por medio de la carne, Cristo nos vino a comunicar el sentido de todo, el para qué fuimos siempre soñados y por qué nuestra mirada debe permanecer en el cielo y en la unión con Él. Por eso al cambiar la perspectiva que tenemos del cuerpo, y empezar a verlo como instrumento, que es templo del Espíritu Santo, miraremos más que carne y huesos, al misterio que estamos próximos a celebrar y del cual con nuestro cuerpo somos testimonio.